El pasajero de Truman
Francisco Suniaga, 2008.
Cuando pedí la baja militar, no regrese a los Andes porque
Caracas ya se me había metido hasta los tuétanos. La encontraba preciosa;
conservaba su gracia de vieja ciudad colonial y era mucho más pequeña que el
valle del Guaire. Usted también se vino del Táchira en esa época, de manera que
sabe de lo que le hablo. ¿Se acuerda? Uno subía al Calvario o a la Escuela
Militar y podía ver la ciudad completa, blanca y roja, cobijada por la montaña
del Ávila, alta y verde. Parecía un pueblo andino cerca del mar Caribe, que
para nosotros, criados tan lejos de él, era una obsesión. Eso de crecer con la
ausencia del mar, usted lo sabe, es un vacío muy grande. Uno de los recuerdos
imborrables en mi memoria fue la primera vez que fui a La Guaira y pude verlo.
Aunque podía ir por tren, y era incluso más barato, me recomendaron que viajara
por carretera pues la vista era mejor. Tome un bus en Caño Amarillo y comencé
ese viaje que tengo aún muy vivido en mi mente. Cuando ya la carretera
comenzaba a bajar, había una curva muy pronunciada, el bus giro con ella y de
pronto, ante mis ojos, a la distancia, apareció el mar, azul, abierto,
infinito. Fue en ese instante cuando entendí la inmensidad del mundo. Nada de
cuanto había leído sobre el mar, ni lo que me habían descrito, ni las fotos o
pinturas que había visto se le comparaban. Allí se renovó mi fe en Dios, fue un
momento místico en mi vida.
Humberto Ordóñez a Román Velandia. Capitulo II, pagina 29.
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