Grado II.


Mi mama y yo solíamos vivir en una casa muy bonita ubicada a tan solo unas calles de la escuela a la cual siempre quise ir, honestamente era una casa muy pequeña, un sillón lleno de pequeños cojines daba hacia la ventana, a su lado, una rustica mesa donde durante muchos años estuvo una foto de nosotras en el parque de diversiones (se llama Divertiland) y casi más por obligación que por conveniencia, un pequeño espacio manchado con los rastros de todas las tazas de café que acompañaban sus ceniceros verdes. Mi mama siempre ha tenido una exagerada inclinación hacia los objetos particularmente un poco rústicos y usados, así que además de aquel viejo sillón, también habían sillas con uno que otro pedazo roto, o cojines color rojo que no combinaban para nada con la alfombra verde que un día tomo de la casa del vecino con la excusa de lavarla pues tenía mucho polvo. Todas las mañanas poco antes del amanecer, iba a despertarme con el típico pan con mantequilla y una taza fea de café con leche. Me cargaba llamándome ''mi chiquita'' y me sentaba a ver el sol que abrazaba la colina. Yo siempre supe que esa mujer era muy distinta a otras, al principio creí que era debido a que le gustaba el color naranja, mi mamá siempre amo ese color, decía que le brindaba calidez y quietud; por favor, ¿a quién le gusta el color naranja? Cuando finalmente pude ir a la escuela, con el tiempo entendí que la diferencia que se hallaba en mi mamá, en su olor a guardado y desgastado, en sus cabellos enredados y esponjados, en esos vestidos marrones que jamás dieron con sus ojos, era que probablemente ella era la mujer más feliz del mundo, si, exactamente, la única, decía yo. Llegaba todas las madrugadas con los parpados llenos de una pasta negra que es casi irreconocible, junto a su lápiz labial (o el resto de él)  esparcidos por todo su cuello, y las botas llenas de tierra y el típico olor que antecede a la lluvia,  y sus cejas se arqueaban de aquella manera tan trágica, cuando de sus marrones ojos caían gotas de lluvia y ella se inclina a decirme con esa voz tan agazapada: - ¡Qué hermosa estará la mañana! ¿No crees?  Esperábamos que saliera el sol, y mientras yo la miraba desde el sillón reposando mis pies en uno de esos horribles cojines rojos, ella se agotaba uno de esos caramelos que no era necesario morderlos para poder acabarlos, movía sus manos en el aire acariciando el calor que acompaña a la luz del sol a eso de las 6 de la mañana, y cierto humo salía de sus orificios nasales y de su boca, me miraba y siendo cómplice de mi silencio, sonreía para acompañarme, yo me sentía tan feliz.
Maldecía cuando golpeaba sus caderas con las esquinas de las columnas que por algún error de diseño, quedaron atravesadas en la cocina, pasaba su mano por mi frente y decía que esas palabras jamás debía repetirlas, y se reía de ella misma, de toda esa desdicha que para ella jamás existió. Cuando tenía 13 años me enamore de la amistad, y esa morena que tanto apoyo llegue a brindarle, que tanto apoyo me brindo, me dejo sonetos de amnistía, al decirme entre rimas que por mis errores, nuestros errores, ella pasaría su vida escupiendo mi risa en su memoria. Mi madre canto una canción referente a París y a la luna, y cuando cumplí 16 aquellos pesares pasaban desapercibidos.
En el 212 aprendimos a amar el desconsuelo, la soledad, la tristeza, nos tumbábamos horas en el suelo (sobre la alfombra verde) a mirar (yo contaba) las tablas que conformaban el techo, y pensábamos en los pesares, en lo mucho que nos teníamos pero no nos sentíamos presentes la una a la otra; fue ahí, justo en ese año, en el que ambas crecimos tan altas que abrazamos las nubes y nada podía golpearnos. Ya no dormíamos juntas, y luego de los largos días soportando lo inevitable, me lanzaba a la cama (estoy segura que ella también) y cubría mi rostro con las manos, pensaba en todo aquello que aunque hubiese sido fútil, en su debido momento me rompió el corazón. Aprendí muchísimo, sobretodo a ser una jovencita fuerte, inteligente y ecuánime, porque muchos nivelan nuestros problemas al compararlos con los de otros, pero nadie comprende el gran daño que tú mismo puedes llegar a causarte al pensar que no eres capaz de nada de lo que te propones, que eres menos que ellos, que los factores externos no te ayudaran a surgir, que estas tan atrapada y entonces con el tiempo lo entiendes, que probablemente los problemas de otros no se comparan con los tuyos pero que ahogarse en un vaso de agua logra crear una diferencia en el valor que tienen las personas, en el coraje que toman para enfrentarse al día a día, porque yo lo sabía, ella lo sabía, era tan fácil vestirse y hallarse repugnante, así como el simple hecho de salir llegaba a repugnar tu día. Con el tiempo ciertas cosas fueron cambiando, y para la víspera del 215 ya éramos unas mujeres que cometían errores y los reconocían, que caminaban con la frente en alto comprendiendo que nadie puede ir más arriba que las nubes que un día abrazamos, y que ni nosotras somos las únicas nubes en el extenso cielo.  En Mayo me enamore del amor, ¡Ay mujer! cuando lo ame, ese calor, ese color, todas esas canciones, todo el tiempo. Mi madre bien lo recibió, y ante cualquier lágrima, cualquier emoción, ella se mostraba tan parcial y un poco taciturna. Mi madre siempre dijo que no debía rogar a alguien por nada, una mujer es capaz de sembrar metras y cosechar logros, creo que por eso en Agosto me enamore de la amistad que encuentro en su amor, del sacrificio de amarme aun cuando yo rechace sus buenas intenciones y de reconocer que nadie merece nada, todos obtenemos algo, no por merecerlo sino por ganarlo. Lanzas al universo toda la energía que luego te es devuelta, así que las ondas deben ser positivas, ir en buen ritmo, una buena cara, una buena actitud, probablemente ser un poco más optimista, y con el tiempo (siempre hay que ganar y dejar fluir el tiempo) hacer de la dicha una propaganda y de la desdicha una canción.


Do you miss me honey? cantaba borracha la ultima vez que la vi.


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