Dedos pegajosos
Cuando tenía 14 años mi abuelo me regaló dos loros reales.
Recuerdo que mi primera impresión fue de asco, eran un par de bolas de plumas grisáceas,
ojos saltones y un gemido extraño. Los alimentaba con harina de maíz remojada
en agua, limpiaba sus heces esparcidas por todo el patio, les acercaba el pico
al bebedero y jugueteaba con ellos todo el día. Al cabo de unos meses sus
plumas empezaron crecer verdes, azules y rojas, algunas con manchas
anaranjadas. Silbaban canciones de Los Billo's y entre alaridos y gritos,
crecieron hasta convertirse en unos papagayos de colores brillantes. Sin surcar
los cielos poseían la libertad de las nubes, andaban en hombros, revoloteaban
entre cortinas.
Ciudad de edificios oxidados, lluvia ácida, callejones de
gas y sinuosas calles que finalizan en bulevares, antros y panaderías, al girar El
Ávila, calle abajo no hay nada, un carro parqueado y los chicos sumidos en la
misma rutina. Resguardo bajo faldas, pancartas de diminutas élites
comunistoides alteran el matiz púrpura y verde de sombras que delimitan la
cordillera, celdas urbanas intervenidas por generales de capa verde y espadas,
contra un par de madres en falda que muelen café. La plaza de las banderas era
una zona de guerra, estábamos en la fiesta del chivo.
A mis 23 años aún vivía bajo el comunismo rojo que tintaba
las mañanas, habíamos aprendido a mesurar el desayuno, el almuerzo y a veces
nos íbamos a dormir sin cena. Los restos del pan o las cascaras de maní iban
para los verdes plumosos que parecían haber crecido ayer. En sus años mozos el
verde era esmeralda, sus gritos se alzaban como un cantar melodioso que
acompañaba al alba, en la ciudad enmarcada por montañas que arropan contrastes entre silbidos del ayer, cuyos ecos suenan ahora.
Optamos por el exilio, ruedas que crujen contra la cerámica
de Diez en su amplia cromointerferencia de color aditivo. Las costas varguenses
parecían extender una mano y despedirse, yo observaba con lágrimas de lluvia ácida, porque había tanta amargura en la despedida, indisposición y
arrepentimiento. Al llegar a América colaboré en un periódico nuevo, en una ciudad fría del norte, al cabo de unos meses la vida nos sorprendió en París, donde era mesonera en las noches y barista en un café famoso de la quartier des Champs Élysées. No importaban los años, aún quedaba en mi el recuerdo lúcido de mis abuelos decorando el patio de nuestra
casa en Chacao, donde había tanto verdor, amarillo acogedor, muebles de mimbre
y mecedoras cubiertas de enredaderas, el café a las 3 de la tarde y el niño del
frente con sus berrinches y lloriqueos, enloqueciendo a los loros, haciéndolos
gritar en un tono burlón que no se acababa hasta entrada la noche.
Adamas Mercurio, mi compañero, vivió conmigo los meses en Oregón, los
años en París. Amigos de a ratos y de vez en cuando amantes, las nuevas tecnologías
acechantes nos adentraban en el nuevo milenio, en pleno desarrollo de las
telecomunicaciones, a mis casi 27 años no me adaptaba, tosca y retrasada,
optaba por las agendas clásicas y me aterraba pensar en autos voladores, por
eso, el día que el ingeniero Mercurio me pidió matrimonio con un alegre
brillar de ojos y aspiraciones de una vida ostentosa en la urbe europea, con
tres palmadas en el hombro tuve que rechazar la propuesta y verle partir decepcionado.
Recibía cartas de mis abuelos, cada dos o tres semanas, con
fotos de los niños y los loros, entre lineas contaban cuánto
habían aprendido, las canciones que cantaban y silbaban, las locuras que
repetían, así mismo, describían cómo había empeorado la crisis desde mi partida
y mencionaron que una especie de modificación en la vieja constitución haría
de las suyas para mantener en vida a un par de cadáveres. No había comida,
medicinas, la pensión no era suficiente, así que mi hermana y yo les hacíamos
llegar euros para que pudieran bandearse poco a poco.
Pasados los meses Adamas Mercurio se casó con Pola, la muchacha
de la biblioteca en la calle Mouffetard, luego de que un día los conseguí en
nuestra cama, con la lluvia parisina de un domingo a las 2 de la tarde,
queriéndose demasiado. Adentro de mi había cierto equilibro profesado por el
olor que enternece del café, de mi éxito como periodista en un país del otro
mundo, así que la misma semana que recibí una carta de mi abuela anunciando los
tumores cancerígenos de mi abuelo y el inminente tiempo que quedaba, la
ausencia de medicinas, tratamientos; estaba de seda y zapatos de charol, en la apoteósica boda de mi amigo Mercurio y Pola, con el
rimel de caída como la lluvia ácida del día que partí de Caracas, la tarde que
por ultima vez escuche a los loritos silbar Canto a Caracas.
Preparé el viaje para visitar a mis abuelos, necesitaba estar junto a ellos en esos momentos tan difíciles. Programé el vuelo con escala en Madrid, donde conocí a un muchacho
alto, delgado, blanco y de lentes circulares, llevaba una camisa verde de cuadros y
tenia un envase hermético donde bebía café. Coincidimos en el vuelo que iba
hacia Caracas, entre noticias del gobierno y del difundo interplanetario,
comentó que iría a ver a su familia a quien no veía desde hace 6 años, luego que partió del país en busca de un futuro mejor. Le comenté de mi familia, de mis
loros e hizo chistes sobre unas cacatúas groseras de cuando vivió en
Barcelona. Me contó que casualmente la última vez que habló con su madre, le dijo
que había volado un loro hacia su ventana, como suele pasarle a quien vive en lo
alto de los edificios de la ciudad, las guacamayas y loros son parte de las
visitas. Ella le dio hogar.
Al llegar a la ciudad, la disparidad entre lo que había en mis recuerdos y lo que observaba, me quitaba el aliento. Muchos locales donde pasé mi infancia habían cerrado, de la
heladería italiana que estaba por la Plaza Bolívar no quedaba ni el recuerdo y
las panaderías estaban vacías, los anaqueles tenían agua y uno que otro refresco. Al llegar a casa no me recibió nadie, entré por mi cuenta y me dirigí al patio, de pie en el umbral de la puerta vi a mi abuela distraída entre sus quehaceres, me detuve un momento a verla, aprovechando que no me había
visto, estaba guindando unas sabanas en los tendedores, el sol casi no entraba
por las flores, enredaderas y matas que oscurecían de un tono verde el lugar.
La miraba, no la veía desde hace casi 10 años. Pude darme cuenta que el lugar
estaba lleno de todo tipo de aves, periquitos, golondrinas, palomas, guacamayas y loros
reales. No veía a mis loritos, supuse que estarían en el patio de abajo, un
lugar mas especial.
Al acercarme hacia ella, con todo el tumulto de los años en
mi espalda, como un peso muerto, lúgubre que me achicaba, sentía las lagrimas
descender, lloraba mientras a pasos cortos con los brazos extendidos iba hacia
su pecho, ella me recibía acariciando mi cabeza con sus manos. Lloré, con ganas,
como nunca había llorado, sentía la nariz taparse y la cara cubrirse por toda
clase de fluidos. Solté sus brazos y me desplacé por todo el patio mientras lloraba y ella
desconcertada me veía señalar todas las jaulas y entre sollozos decirle que estaba feliz de
eso, que eran muchos pajaritos y muchas flores, que extrañé Caracas, que aun
estando aquí la extraño. Al girar vi un loro que no había visto antes, una bola
grisácea de plumas verde opaco, un arbusto de ojos saltones que dormitaba en
una esquina de su jaula. Al abrir sus ojos anaranjados un rayón transparente
parecía contraponerse en sus órbitas, lucia viejo y demacrado. Era uno de mis
loritos.
El abuelo estaba en la clínica, así que mientras en casa tomábamos
café y me ponía al día en cuestiones del vecindario, los niños correteaban de
la sala al comedor, abriendo los regalos y chucherías que les había traído. Mi abuela me
contó que uno de los loritos se había escapado hace meses de la casa y que
desde entonces éste loro había estado muy enfermo, no comía y pasaba el día en
la misma esquina durmiendo. Ella insistió en que había hecho de todo pero
no parecía cambiar su condición, estaba resignado a morir.
Le hicimos compañía a mi abuelo, quien falleció a dos semanas de mi llegada. El día de su
velorio decoramos la sala con las flores propias del luto, tapamos los loros
temprano y en la cocina detrás de la sala principal, estábamos las mujeres conversando luego del rosario. Mi abuela tranquila se sentó con un radio viejo a escuchar a Los
Billo's, cuando la señora María Josefa, la loca española de la panadería Zar de la esquina, entró en la cocina con un
escándalo y entre lamentos fingidos, le dijo a mi abuela que le regalaría un
loro que se había aparecido en su ventana y que se la pasaba silbando y
cantando Y es que yo quiero tanto a mi Caracas, que mientras viva no podré olvidar.
Ayer otra junta de gobierno tomó el poder del país,
presidida por un político que parece encaminar a la ciudad de los techos rojos
hacia un escenario democrático y de libertad. Me despedí de los loros que reunidos
de nuevo recuperaban su rubí esplendor, me hice gran amiga de la loca María Josefa y de su hijo Dylan,
quien desde Barcelona se vendrá a París en un par de semanas, a pasar las
vacaciones de verano conmigo. Queremos volver a nuestro país.
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